Orar a Cristo es amarlo y amarlo significa cumplir sus palabras. La oración significa para mí la posibilidad de unirme a Cristo las 24 horas del día para vivir con Él, en Él y para Él. Si oramos, creemos. Si creemos, amaremos. Si amamos, serviremos.
Es imposible comprometerse en un apostolado directo, si no es desde una auténtica oración. Debemos tratar de ser uno con el Padre. Nuestra actividad no será verdaderamente apostólica si no le permitimos obrar en nosotros, a través de nosotros, gracias a su poder, a sus planes y a su amor.
Para que la oración sea realmente fructuosa, ha de brotar del corazón y debe ser capaz de tocar el corazón de Dios.
Yo estoy perfectamente convencida de que cuantas veces decimos Padre nuestro, Dios mira sus manos, que nos han plasmado... "Te he esculpido en la palma de mi mano"... mira Sus manos y nos ve en ellas. ¡Qué maravillosos son la ternura y el amor de Dios omnipotente!
Orad sencillamente, como los niños, movidos por un fuerte deseo de amar mucho y de convertir en objeto de propio amor a aquellos que no son amados.
Debemos ser conscientes de nuestra unión y de convertir con Cristo, así como El tenía clara conciencia de su unión con el Padre.
La plegaria perfecta no consiste en una palabrería, sino en el fervor del deseo que eleva los corazones hasta Jesús.
Nuestras acciones sólo pueden producir frutos, cuando son expresión verdadera de una plegaria sincera.
Frecuentemente nuestra oración no produce efecto por no haber fijado nuestra mente y nuestro corazón en Jesús, por medio de quien únicamente nuestra oración puede ir directamente a Dios.
"Yo lo miro y El me mira" constituye la perfecta oración.
Nunca debiéramos ceder a la costumbre de aplazar nuestra oración, sino hacerla con la comunidad.
El fracaso o la perdida de la vocación proviene también de la desidia en la oración.
La oración ensancha el corazón delicado hasta el punto de estar en condiciones de acoger el don del propio Dios.
Dios se compadece de la debilidad pero no quiere el desánimo.
"En El vivimos, nos movemos y existimos"
No basta orar generosamente, hemos de orar con fervor y devoción.
El conocimiento que comunicamos debe ser el de Jesús crucificado y, como dice san Agustín: "Antes de dejar de hablar a la boca, el apóstol ha de elevar su propia alma sedienta a Dios para luego poder entregar cuanto ha bebido, vertiendo en los demás aquello de lo cual estamos colmados", o como nos enseña santo Tomás: "Aquellos que son llamados a la labor de una vida activa, cometen una grave equivocación si piensan que su compromiso les dispensa de la vida contemplativa. Tal obligación se añade a aquélla y no la hace menos indispensable".
La oración que brota de nuestra mente y de nuestro corazón y que recitamos sin necesidad de leer en ningún libro se llama oración mental.
Sólo por medio de la oración mental y la lectura espiritual, podemos cultivar el don de la oración. La oración mental es una gran aliada de la pureza de alma.
Los mejores medios para alcanzar un franco progreso espiritual son la oración y la lectura espiritual.
Si a ustedes les resulta difícil orar, rueguen insistentemente: "¡Jesús ven a mi corazón, ora dentro de mí y conmigo, hazme aprender de Ti cómo orar".
La cosa más importante no es lo que decimos nosotros, sino lo que Dios nos dice a nosotros. Jesús está siempre allí, esperándonos. En el silencio nosotros escuchamos su voz.
Debemos amar la oración. La oración dilata el corazón hasta el punto de hacerlo capaz de contener el don que Dios nos hace de Sí mismo.