Al parecer, los seres humanos podemos
hacernos adictos prácticamente a cualquier cosa. Nos hacemos adictos a
las drogas, a los cigarrillos, al alcohol, al juego, a los sedantes, a
comprar, a Internet, y a los videojuegos, a los deportes extremos y
peligrosos, a la comida… Nos hacemos adictos a las relaciones, a estar
constantemente con gente, a seguir en contacto con ella a través del
teléfono móvil las veinticuatro horas del día, a poner constantemente al
tanto de nuestras vidas a todo el mundo
en Facebook y en Twitter, a asegurarnos de que saben que existimos y
que continuamos existiendo… Nos hacemos adictos a nuestras carreras
profesionales, a trabajar un número disparatado de horas al día haciendo
cosas con las que ni siquiera necesariamente disfrutamos. Y no siempre
es porque necesitemos tanto dinero que no nos queda otro remedio que
trabajar así; trabajamos debido a conceptos abstractos como el estatus,
el prestigio, el deber, la seguridad…, cosas en las que supuestamente
hemos de creer, ya que todo el mundo parece creer en ellas. ¿Nos hemos
preguntado alguna vez si nosotros creemos en ellas y por qué?
Somos adictos a objetos materiales, a sustancias, a sistemas de
creencias, a otras personas, pero en la raíz de todas estas adicciones
está nuestra adicción principal: la adicción a nosotros mismos. Somos
adictos al relato de “mí”. Somos adictos a mantener esa imagen de
nosotros y a defenderla a muerte, a realizar trabajos constantes en esa
imagen, a mejorarla, comparándola y contrastándola con otras imágenes; a
crear la imagen perfecta, a completarla antes de morir y a asegurarnos
de que los demás tengan esa imagen de nosotros incluso después de que
hayamos muerto. En este sentido, todos somos adictos, nos guste o no,
tengamos o no un diagnóstico clínico de adicción.
¿Es posible ir más allá de la idea de que la
adicción es una enfermedad, dejar de lado todas nuestras nociones
preconcebidas y examinar con una mirada nueva lo que de verdad sucede,
al nivel más profundo? Quiero ir más allá de las explicaciones físicas,
sociológicas y psicológicas, y ver lo que sucede, en el nivel más
profundo de todos, cuando alguien se siente arrastrado una y otra vez,
aparentemente sin poder controlarlo y muchas veces incluso contra su voluntad,
a comportamientos, personas, lugares o sustancias que en última
instancia no son buenos para él, que no le sanan, en el verdadero
sentido de la palabra. ¿Qué busca en realidad esa persona?
A menudo, se entiende por adicción la incapacidad de dejar de hacer
algo, que, en el caso más extremo, es el sentimiento de tener que hacer
algo simplemente para poder funcionar, para poder seguir adelante, para
poder disfrutar de un bienestar básico, a pesar de los efectos
secundarios y las consecuencias.
Probablemente
sea verdad que nadie se hace adicto a nada intencionadamente. Un
cigarrillo, una copa o una droga pueden resultar, al principio,
desagradables e incluso repugnantes. Muchos adictos cuentan que
detestaron su primera experiencia con las drogas pero que querían
simplemente experimentar, flirtear con el peligro, o encajar en el grupo
o sentirse incluidos. Algunos, después
de este primer experimento, empiezan a consumir la sustancia ( o a
utilizar el objeto o a la persona, o a vivir la experiencia) con más
regularidad. Y como su organismo se hace cada vez más tolerante a ella,
necesitan una cantidad cada vez mayor para obtener el efecto deseado. En
casos extremos, la necesidad de una droga puede hacerse devastadora y
quitarle la vida a esa persona, destruir su carrera profesional, sus
relaciones y su salud.
No creo que ni los psiquiatras, ni los
psicólogos, ni los sociólogos, ni ninguna otra rama de investigadores
hayan llegado realmente hasta el fondo de por qué algunas personas se
hacen adictas y otras no. Hay muchas teorías sobre la adicción, pero no
se sabe mucho de sus causas últimas. Por ejemplo, muchísima gente
ingiere alcohol en este mundo, y sin embargo son pocas las personas que
beben mucho, y todavía menos las que se hacen adictas al alcohol. ¿Por
qué unas se hacen adictas y otras no? La literatura sugiere que hay
factores de riesgo asociados a la adicción –tales como maltrato o la
negligencia sufridos durante la infancia, enfermedades mentales, la
pobreza, el estrés o la falta de estudios- y se dice que puede haber en
ella un componente genético, que la adicción puede ser hereditaria, que
hay personas que sencillamente tienen una predisposición a hacerse
adictas a algo sin que puedan hacer mucho para remediarlo. Mucha gente
considera que la adicción es una enfermedad o una disfunción cerebral, y
hay quienes llegan a asegurar que es algo de lo que uno nunca se libra
definitivamente, y que no queda más remedio que aprender a vivir con
ella toda la vida. Una vez que uno se hace adicto, es adicto para
siempre, afirman. En algunos casos, la adicción define realmente quién
es alguien. Hay personas que se aferran con fuera a la imagen de adictas
que tienen de sí mismas.
No quiero decir que nadie esté equivocado. Solo deseo que profundices más de lo que quizás hayas profundizado nunca.
Veamos, antes de seguir adelante, quiero dejar algo claro: no estoy
sugiriendo que, si te consideras un adicto, dejes de hacer de inmediato
todo lo que estés haciendo para sanarte de esa adicción. Únicamente
quiero presentar una perspectiva de las cosas distinta, y no pretendo
que esta perspectiva reemplace lo que estés haciendo ahora. No quiero
animar a nadie a que deje de asistir a la clínica o al grupo de
rehabilitación, la terapia o el programa de los doce pasos. Sigue
haciendo lo que estés haciendo, si funciona; pero quizá el hecho de
mirar desde otro punto de vista qué es lo que ocurre en lo más hondo te
permita descubrir una libertad que el programa que sigues actualmente no
te esté dando
Jeff Foster
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