Un anciano que había recorrido años y kilómetros en busca del camino espiritual, topó un día con un monasterio perdido en las montañas. Al llegar tocó la puerta y pidió a los monjes que le permitieran vivir ahí para poder recibir las enseñanzas. El hombre era analfabeto y poco ilustrado. Ni siquiera podía leer los textos sagrados. Pero, al verlo tan motivado, decidieron aceptarlo.
Los monjes comenzaron a darle tareas que, en un principio, no parecían muy espirituales. “Te encargarás de barrer el patio todos los días”, le dijeron.
El hombre estaba feliz. Al menos, pensó, podría reconfortarse con el silencio del lugar y disfrutar de la paz del monasterio, lejos del mundanal ruido.
Pasaron los meses y en el rostro del anciano comenzaron a dibujarse rasgos más serenos. Se lo veía tranquilo y contento. Tenía una expresión luminosa. Los monjes se dieron cuenta de que el hombre estaba evolucionando en la senda de la paz espiritual de una manera notable. Un día le preguntaron: “¿Puedes decirnos qué práctica sigues que expresa tanta paz interior?”. “Nada en especial. Todos los días barro el patio lo mejor que puedo y, al hacerlo, siento que también barro todas las impurezas de mi corazón, borro los malos sentimientos y elimino la suciedad de mi alma.”
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