Sé por experiencia propia que, incluso en la iglesia, muchas veces elegimos la desviación. Parte de esto es una cuestión de cultura. En mi entorno social urbano relativamente estable, la gente se ocupa de sus propios asuntos y a eso lo llama virtud. Pero, ¿por qué toda esta cultura de mantenernos distantes unos de otros?
A fin de cuentas, no somos seres que buscan el dolor. Sin duda, evitamos nuestras heridas y congojas, pero en un giro cósmico, no estamos limitados a nuestros propios sentimientos. Tenemos empatía, la capacidad de identificarnos con la experiencia de otra persona. Por eso, la búsqueda de bienestar se convierte no solo en evitar nuestro propio dolor, sino también, a veces, en evitar la conexión. Mitigamos el riesgo de saber demasiado acerca de nuestros semejantes para no sentir la punzada de su necesidad. Entonces, desviamos la conversación.
Esto está lejos de lo que hacía el Señor. La mismísima verdad en cuanto a Él, es que Dios derramó su propio ser en la creación. No hay mejor manera de inmiscuirse en los asuntos de una persona, que mudándose a vivir con ella; es una verdad con la que me he enfrentado a menudo por la sencilla intimidad del matrimonio, y por criar a dos chicos que me siguen como un sabueso si salgo de la habitación por más de noventa segundos. Cuando Jesús se hizo Emanuel, Dios con nosotros, dejó claro que quería estar cerca de nuestros asuntos y de apasionarse por ellos como si fueran suyos
Esta decisión, por supuesto, implicaba un dolor considerable. Uno tiene que preguntarse por los pensamientos del Jesús joven, la segunda persona de la Trinidad, en esa primera vez que un insecto le picó la nuca. Pero, por mucho que los dolores corporales debieron haber sido una novedad desagradable, me pregunto más que sintió Jesús la primera vez que vio el rostro de alguien hinchado y humedecido por las lágrimas.
Sin las barreras inconscientes que nosotros levantamos para mantener a los demás a una distancia manejable, Jesús tenía un grado de empatía que apenas podemos imaginar. Mientras caminaba entre las suplicantes multitudes de personas doloridas, perdidas y hambrientas —por no hablar de los ricos, poderosos y orgullosos que planeaban su muerte— debió haber sido desgarrador sentir sus cargas. Sin embargo, caminó, y con nada menos que hacia una cruz que esperaba por Él.
En el poema: “Manifiesto: El frente de liberación del agricultor loco", Wendell Berry —un amigo mío de Kentucky— escribió: "Así que, amigos, hagan algo cada día / que no se calcule. Amen al Señor. / Amen al mundo. Trabajen por nada”.
Me encanta que Jesús “no calculaba”, porque eso nos invita a recapacitar. ¿Por qué Jesús es tan generoso relacionalmente? Porque Él no cayó del cielo, sino que descendió y trajo consigo una naturaleza celestial perfecta. Cuando Jesús nos miró en nuestro mundo, vio toda una dimensión a la que nosotros quedamos ciegos en el Edén. El amor por las cosas invisibles del cielo iluminaba el camino de Jesús, revelando no solo nuestras heridas evidentes, sino también esas marcas que se muestran solo en el alma, y que son fáciles de esconder, incluso de nosotros mismos. El camino de Jesús nos llama a acercarnos lo suficiente para conocer algo del alma de las otras personas.
Creamos barreras de todo tipo: raciales, socio-económicas, religiosas e incluso de códigos postales. Pero Jesús destruyó toda pared divisoria, enseñando que tales diferencias son simples animosidades que surgen de una mentira, como una nube de humo amarillo. Podemos pasar a través de ellas para regocijarnos y llorar con quien está al otro lado, tanto el humilde como el soberbio.
Sin duda, aceptar a las personas sigue siendo un riesgo. Entablar relaciones en un mundo herido a nivel cósmico es arriesgarse a compartir el sufrimiento de otros. Pero no debemos evitarlo. Jesús se acercó como el emblema de lo que es la humanidad vivida plenamente en este mundo. Para Él, eso tenía un carácter divino. Para nosotros, aceptar a las demás personas exigirá un sacrificio continuo, comenzando por la incomodidad. No creo que sea un accidente que después de que Pablo nos exhorta a presentarnos como sacrificios vivos, pasa rápidamente a hablar de la hospitalidad, la humildad y de la ayuda mutua, que por su puesto da por sentado que nos conocemos. La valentía relacional es la manera que se nos recomienda como señal de nuestra fe; y esto no es ordenado como una carga, sino que se ofrece como la visión hermosa, distintiva y humanizadora del amor fraternal. Así que, hablemos.
Michael Morgan
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