— ¡Gracias, Dios mío! —exclamó extasiado—. ¡Qué afortunado me siento de poder ser testigo de la grandeza de Tu obra!
Pero, para sorpresa suya, antes de que el manantial de luz acabara de entrar por sus pupilas, vio una escuálida figura humana que correteaba en la playa en rítmico movimiento. Iba hacia el mar, arrojaba algo con fuerza y volvía presuroso. Se agachaba de nuevo, recogía algo y, otra vez, corría hacia las infinitas aguas y lo arrojaba.
Intrigado, el hombre salió de su casa y fue hacia el extraño personaje que, con acucioso empeño, recogía cosas de la arena para después arrojarlas al mar. Tardó un rato en decifrar el sentido de aquella extraña y febril actividad. Cuando estuvo lo suficientemente cerca, su rostro se contrajo de estupor al descubrir lo que realmente hacía aquel activo joven. Lo que el muchacho recogía y arrojaba en seguida mar adentro… ¡eran pequeñas estrellas de mar!
Lo que sucedía era que, durante la noche, el fuerte oleaje había dejado sobre la arena, al descubierto, millares de estrellitas de mar. Si alguien no las hacía regresar al agua, pronto morirían abrasadas por el fuerte sol de ese cálido verano. Sin embargo, la furia de las olas retornaba a la playa a muchas más estrellitas que las que al bondadoso joven le era posible regresar.
Asombrado, ante lo inútil de aquella extraña tarea, el hombre quiso interrumpir al generoso bienhechor, diciéndole:
— Oye, ¿no te das cuenta de que lo que haces no tiene sentido? ¡Por cada estrellita de mar que retornas a las aguas, el mar te devuelve cientos! ¿Qué sentido tiene lo que haces? Además, la playa mide kilómetros. ¿Cuántas estrellitas estarán esperando a que las salves?
El personaje, agitado, apenas se detuvo un minuto. Tiempo preciso en el que contestó:
— De lo que me doy cuenta es de que, para cada estrellita que devuelvo hacia el mar… ¡sí tiene sentido lo que hago! Para esta estrellita —decía, mostrando la que ahora tenía en su mano— sí tiene sentido.
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