La primera vez que tomé un vuelo de una compañía estadounidense para
ir a San Francisco me encontré con un catálogo de productos que se
podían encargar en el mismo avión y que luego te enviaban a domicilio.
En sus más de cuarenta páginas podías comprar cosas tan “útiles” como
robots que lavaban a un gato doméstico, tapas de retrete que se
iluminaban por la noche o estatuas de más de dos metros de alto, entre
otros. Por aquel entonces, yo tenía veintitantos y confieso que me
sorprendió tanto, que durante años conservé aquella revista como una
pieza de museo. El catálogo tenía algunas cosas originales e incluso,
prácticas; pero muchas otras me parecieron accesorios que luego
acabarían decorando el desván de esas casas gigantes de muchos
americanos. Por aquel entonces, me di cuenta que me faltaba mucho por
conocer de la cultura de Estados Unidos y lo más importante: hasta dónde
somos capaces de llegar para encontrar la comodidad en nuestras vidas.
Nos llenamos de cacharros para sentirnos bien y el problema, más allá de
nuestros pobres armarios, está en que la búsqueda constante de la
comodidad la aplicamos a todos nuestros ámbitos, incluyendo el mundo
emocional. Y aquí está el problema.
Pensamos que la felicidad
consiste en estar siempre bien, sonriendo, pletóricos, como la
publicidad se encarga de sugerirnos si compramos ese champú o ese coche.
Pero es falso. Cuando se busca el bienestar en cualquier aspecto se
corre el peligro de dar la espalda al malestar emocional y la felicidad
no se basa en anular las emociones incómodas, sino en saber aceptarlas y
aprender a gestionarlas.
Ya lo hemos dicho en algún otro momento,
el dolor es inevitable. Muchas veces nos topamos con pérdidas no
deseadas, decisiones de otros que nos parecen injustas o errores que
cometemos que nos machacan.
Atravesar los momentos difíciles es
también vivir y no quedarse dentro de fantasías o de películas de
Hollywood con final feliz. Si actuamos con las emociones como hacemos
con el dolor físico, corremos el riesgo de buscar esa pastilla que nos
alivia cualquier mal momento. Y, cuidado, la química muchas veces es
necesaria para situaciones realmente duras.
Pero si echamos un
vistazo a los números de venta de ansiolíticos y antidepresivos vemos
que estos van creciendo progresivamente. De hecho, uno de los diez
medicamentos más vendidos del mundo es un antidepresivo con un
crecimiento del 23 por ciento en el último año y la infelicidad mundial,
me temo, no se ha reducido en estas proporciones.
Las emociones
“incómodas” tienen un por qué en nuestra vida. La tristeza, la ira o el
miedo son emociones básicas con las que nacemos todos los mamíferos.
Se procesan en nuestro sistema límbico y el motivo es muy sencillo: nos
ayudan a sobrevivir. Si un niño no tuviera tristeza, no añoraría a sus
padres, por ejemplo. Si no nos enfadáramos, seríamos incapaces de romper
ciertas situaciones que nos dañan. Y si no sintiéramos miedo en
determinados momentos, nuestra vida podría correr peligro. Cualquiera de
estas tres emociones tienen un por qué.
Otra cosa es que se
amplifiquen y nos paralicen o nos hagan tomar decisiones muy poco
inteligentes, como cuando nos atenazamos por miedo o nos inflamamos de
rabia. Daniel Gilbert, profesor de psicología de la Universidad de
Harvard, va más allá. Nos dice que las emociones “negativas” son útiles
porque nos permiten tener una brújula para apreciar las “positivas”.
Es decir, para valorar las cosas necesitamos contrastes y estos no
surgen si siempre estamos sin problemas los 365 días del año. Y aún hay
más. Si el aprendizaje nos ayuda a sentirnos mejor con nosotros mismos,
lo que se aprende en los desiertos o en situaciones que nos superan, no
ocurre en los momentos dulces.
Por ello, necesitamos aprender a
convivir con los momentos incómodos y con las emociones que tienen tan
poco marketing, como la tristeza, el miedo o la ira. La felicidad no
está en la ausencia de dichas emociones ni en la adquisición de
cacharros que nos hagan nuestra existencia más cómoda. Está en saber
aceptar los reveses a los que nos enfrentamos y descubrir qué tenemos
que aprender de cada uno de ellos.
Pilar Jericó
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