Se cuenta que en la vieja China un joven príncipe, a la muerte de su padre, se convirtió en emperador.
Preocupado por el buen gobierno de su gran nación, quería ser completamente justo y lograr la felicidad de su pueblo. ¡Noble ambición, poco frecuente entre los gobernantes!
Para conseguir su propósito, decidió documentarse exhaustivamente sobre la historia y la geografía de su país, sobre las diversas costumbres y religiones que se practicaban, sobre los recursos naturales que debía cuidar y aprovechar, sobre los últimos estudios científicos de psicología y sociología que debía tomar en cuenta para poder entender a su pueblo, sobre los avances tecnológicos que debía conocer para extraer de los recursos naturales todos sus beneficios; en fin, quería saber absolutamente todo lo que se refería a cómo vivieron ayer y cómo viven hoy sus numerosos súbditos, a fin de acertar a gobernarles del mejor modo posible.
Para ese fin, reunió a los más destacados sabios de su reino y les pidió que elaboraran un completísimo y enciclopédico informe que aclarase todas sus dudas. Ni tardos ni perezosos, los expertos se pusieron inmediatamente a trabajar del modo más concienzudo.
Pasaron los meses… Pasó un año y luego otro y después otro más. Diez años más tarde, el comité de sabios se presentó ante el emperador llevando con ellos, con grandes dificultades, treinta enormes volúmenes de más de mil páginas cada uno, mismos que contenían el resultado de sus investigaciones.
El emperador, ya inmerso en las miles de ocupaciones que la inaplazable tarea de gobernar obliga a realizar, se impacientó ante esa obra tan prolija.
─¡No tengo tiempo de leer tantos mamotretos! ─vociferó─. ¡Necesito algo más resumido!
─¡Y dense prisa! ─insistió─. ¡Me urge comenzar a hacer las reformas pertinentes!
Los científicos se retiraron con respetuosas reverencias y pusieron manos a la obra. Entre discusiones, enmiendas y esfuerzos de síntesis, se les fueron otros diez años, al cabo de los cuales volvieron ante el monarca trayéndole quince copiosísimos volúmenes.
Por esos días, el emperador trataba de sofocar una rebelión que se había desatado en las provincias del norte y, al mismo tiempo, combatía a un vecino hostil en la frontera este y se esforzaba, además, en paliar los efectos desastrosos que grandes inundaciones asolaban el sur del país.
─¿De dónde quieren que saque tiempo para leer tamaños libracos? ─explotó─. ¡Prepárenme un resumen manejable y no me entretengan con detalles superfluos!
Los eruditos volvieron a retirarse, no sin quejarse por lo bajo de la nueva exigencia del monarca. Sin embargo, haciendo enormes esfuerzos, lograron compendiar toda la información en un único, monumental y congestionado tomo. Tal hazaña les llevó otros diez años.
Cuando regresaron triunfantes a palacio, el otrora joven príncipe se hallaba en su lecho de muerte y, a decir verdad, no es la agonía un buen momento para allegarse información. De modo que, dejarle al moribundo, discretamente, el pesado libro en la mesita de noche, les pareció claramente inadecuado.
Entonces, como el director del comité de sabios no se resignaba a permitir que la tarea que les había sido asignada quedara sin cumplir, se acercó a la cabecera del emperador y, decidida pero comedidamente, le susurró al oído este lacónico pero definitivo mensaje:
─Los humanos nacen, aman, luchan, tratan de ser felices y mueren.
COMENTARIO: ¿Acaso no es siempre así en todos países, culturas y épocas? ¿Hace falta saber más para entender a los pueblos que vamos a gobernar? La moraleja de esta historia consiste en que no debemos olvidar que, aunque los adelantos científicos y tecnológicos le dan identidad a cada época; aunque los esquemas socio-político-económicos varían a través del tiempo, el ser humano de ayer y el ser humano de hoy siguen teniendo las misma urgencias vitales: necesitan alimento, cobijo, seguridad; padecen las mismas angustias y, en las noches, sus mentes se convulsionan con los mismos sueños.
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