Un joven que vivía en un pequeño poblado del interior de Grecia no conocía el mar y deseaba aprender sobre él. Pasó horas y horas en bibliotecas silenciosas, se sumergió en libros que lo describían y, leyéndolos, aprendió mucho.
Entonces fue capaz de describir el mar. Era capaz de hablar de su extensión, de nombrar las criaturas que en él habitaban e, incluso, se sabía de memoria los colores que aparecían sobre la superficie cuando el astro rey se convertía en el protagonista de los más espectaculares crepúsculos. Tanto leyó, que su mente se nutrió de toda clase de informaciones acerca de eso que se llama océano.
Cierto día, recibió y aceptó una invitación para viajar a la costa. Llegó cuando el sol se ponía sobre las aguas. Los sonidos de las olas que rompían en el acantilado y la espuma que salpicaba, magnificaban el espectáculo. Corrió hasta la orilla, hundió sus manos bajo la superficie y llevó a su boca el agua salada. Quitándose los zapatos, se internó en el océano y sintió la suavidad del agua que limpiaba la arena de sus pies. Mientras el mar se arremolinaba en derredor de sus piernas y la luz solar danzaba colorida hacia sus ojos, pensó:
─¡Conque esto es el océano!
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