El precio de vivir sin remordimientos
Ni siquiera había transcurrido una semana después de nuestra luna de miel, cuando mi esposo me informó que quería tener un perro. Eso me tomó por sorpresa, porque la familia de Elliot nunca había tenido mascotas, ni el tema había surgido entre nosotros durante los diez años que llevaba conociéndolo. Tampoco era una buena noticia. A mí me inquietaban los perros desde el kínder, cuando un bóxer molesto casi me quitó la mano.Además, no veía la necesidad de complicar nuestra nueva vida juntos con algo desordenado, costoso y desconocido, por lo que respondí: “Yo no quiero un perro”. Pensé, erróneamente, que eso le pondría fin al asunto. Elliot me miró con incredulidad, y finalmente encontró las palabras: “¡Pero mi madre me dijo que podía tener un perro cuando me casara!”.
Esta frase causaba mucha risa cada vez que contaba la historia a mis amigos, pero el verla como una broma me impidió darme cuenta de la burbuja que yo había creado, la cual duró muchos años. Durante nuestros más de 40 años juntos, Elliot señalaba a cada golden retriever que veíamos, convencido de que me enamoraría de esa raza, tal como había sucedido con él.
Pero yo había creado un arsenal de excusas, comenzando con: “Los niños son más que suficiente trabajo”. Después, lo que había visto que sucedía con mis amigas: a pesar de las promesas, pasear al perro (por no hablar de la alimentación, el baño, la limpieza y las visitas al veterinario) se convertía en el trabajo de mamá. Pero mi argumento más convincente era que nuestra hija mayor era tan alérgica a los perros, que el más breve contacto con ellos la dejaba muy hinchada, irreconocible. En otras palabras, yo pensaba que por todas estas razones estaba a salvo.
Pero los hijos crecen y se van de casa. Cuando nuestro nido se vació, Elliot empezó a presionar con determinación por un perro. Yo todavía carecía de cualquier inclinación por tener algún perro, pero sentía que era injusto seguir negándole esto todo el tiempo. Cuando él prometió que sería de una raza hipoalergénica, mi arsenal se redujo a un solo argumento: “Puedes tener un perro si tú te haces totalmente responsable de él”. Así que Elliot, que acababa de reducir su semana de trabajo a tres días, puso la mira en su jubilación cercana.
Luego fue diagnosticado con cáncer.
De inmediato, nuestros hijos comenzaron a hablar del asunto. Sabían que una mascota era lo último que yo necesitaba en mi vida, ahora inesperadamente fuera de control, pero el sombrío camino que enfrentaba Elliot exigía un aliento extremo. Al decidir ellos que su papá necesitaba un perro, designaron al hermano más valiente para confrontarme. Por alguna razón, a pesar de mis reservas, yo había llegado ya a la misma conclusión.
Así que, para satisfacer el anhelo de su padre (y, estoy segura, para sentirse útil en una situación tan patética) nuestra hija menor se lanzó a investigar razas y a visitar albergues de perros. Después de varios “casi”, encontró al perro, un schnoodle tierno y juguetón que necesitaba aseo y caricias. Muchas caricias.
Jack vivía para ser amado, y se mantenía en las piernas de su nuevo amo, con ojos brillantes y extasiados durante todo el tiempo que era acariciado por Elliot. Yo pensaba que su relación sería tranquila, pero la fatiga producida por la quimioterapia echó raíces rápidamente. Por tanto, las caminatas diarias con el perro recayeron en mí. Me sorprendió la facilidad con que me adapté a esto; el ejercicio me ayudaba a aclarar mi mente después de un tiempo en nuestro extraño nuevo mundo de medicamentos, inyecciones, transfusiones y ansiedad.
Pero Jack era para mí un nuevo mundo extraño. Dos veces, por ejemplo, quiso salir a medianoche, pero después se negó a hacerlo porque estaba lloviendo. Eso me dejó confundida. Tenía varias preguntas: ¿No debía darle agua después de su cena? ¿Había algún mensaje subliminal detrás del “regalo” que dejó en la alfombra? ¿Y qué de los mechones de pelo regados por toda la casa?
También Elliot tenía preguntas, entre ellas: “¿Está bien que deje de acariciarlo?” ¿Había entendido yo correctamente —después de solo veinte minutos— que mi recalcitrante amante de los perros había tenido ya suficiente?
El sexto día fue el primer chequeo de Jack, setenta y dos horas después de lo recomendado por el albergue (un triunfo, pensé, considerando lo que estábamos pasando). El veterinario confirmó que estaba sano, y luego dijo la palabra P.
¿Pulgas? dije, dejando escapar un suspiro. (¿Quién iba a saber que la “recomendación” del albergue estaba basaba en cuándo había vencido la prevención contra las pulgas?)
La veterinaria me consoló en gran manera, diciendo: “¡No hay que preocuparse!” y luego me dio una serie de instrucciones. Bien, las pulgas pueden ser una cuestión de rutina para un veterinario, pero escuchar “simplemente” en la misma frase de “lavar con agua caliente todas las sábanas, aplicar bórax en todas las superficie, y pasar la aspiradora dos veces al día durante dos semanas” era simplemente demasiado. Simplemente, no había suficiente Sandy para hacer todo eso, más ocuparse de un perro y de un paciente de cáncer.
Pero aquí está lo asombroso: en esos seis días, Elliot descubrió que ser dueño de un perro no satisfacía las expectativas que él había tenido durante tantos años. Y estaba dispuesto, incluso ansioso, de simplificar lo poco que pudiéramos de nuestra complicada vida.
Me habría gustado decirle que en el séptimo día descansamos, pero el régimen de bórax, lavado de sábanas y pasado de la aspiradora duró algún tiempo. También me habría gustado informarle que Elliot se recuperó, pero durante tres rigurosos meses que volaron, rebotábamos como una pinball entre las esperanzas, los temores, las preocupaciones y las amarguras de la enfermedad terminal. Sin embargo, una cosa estuvo maravillosamente ausente: el remordimiento.
Nadie, ni siquiera Elliot, me habría criticado por no haber entendido la idea en cuanto al perro desde el comienzo; realmente era el peor momento posible para intentar algo tan inconveniente. No obstante, me estremezco al pensar en lo cerca que llegué a decir que no, y en lo que eso habría significado: Elliot no habría visto cumplido su sueño, ni la demostración tangible del amor de su familia; y ahora yo estaría batallando con el remordimiento, además del dolor, deseando haber podido rebobinar cuatro décadas, y cedido a su deseo.
Situaciones en las que nos hemos salvado de milagro pueden ser algo bueno; la que yo experimenté me ha hecho más consciente de las palabras y las acciones que no nos llevarán a desear tener una segunda oportunidad. Y estoy agradecida porque Dios sabía lo que yo no sabía —que el pequeño Jack iba a ser un gran problema mientras enfrentábamos carreras a las salas de emergencia y cinco largas hospitalizaciones. Dios sabía, también, que seis días con un perro nos bendecirían a todos. Por eso, Él me llevó misericordiosamente a poner el amor por encima de la lógica, y luego envió pulgas como un vehículo de su gracia multidireccional: Elliot tuvo su perro; nuestros hijos tuvieron la alegría de haberlo hecho posible; y yo vivo libre de la agonía del “si tan solo…”.
Hasta el perro fue bendecido. Jack vive ahora con un experimentado dueño de mascotas, que le brinda amor y caricias a granel.
Sandy Feit
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