Ese padre era Lunsford Richardson, un boticario de pueblo. Pero esa noche, no fue farmacéutico… fue solo un papá desesperado.
Se encerró en su pequeño laboratorio y mezcló todo lo que tenía: alcanfor, mentol, eucalipto. Buscaba aire. Buscaba paz. Lo que encontró fue un ungüento espeso que, al frotarlo en el pecho, le devolvía a sus hijos el aliento y el descanso. Así nació lo que luego el mundo conocería como Vicks.
Al principio, nadie le creyó. Tocaba puertas, recibía burlas. Pero en 1918, con la gripe arrasando el mundo, su fórmula se volvió esperanza. Las botellas no daban abasto. El ungüento que nació del dolor… comenzó a sanar a miles.
Pero lo más desgarrador: uno de sus hijos murió antes de que encontrara la fórmula. Nunca lo vio sanar. Y fue ese vacío el que lo impulsó a seguir.
Hoy, ese olor que muchos asocian con el cuidado de mamá… es también el eco del amor de un padre que se negó a rendirse
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