Durante mucho tiempo hemos vivido creyendo que teníamos que luchar contra la oscuridad, eliminarla, deshacernos de ella o liberarnos de su influencia con el poder de la luz. Pero, mientras lo hacíamos, no nos dábamos cuenta de que nos convertíamos exactamente en aquello que pretendíamos eliminar. De hecho, la palabra eliminar ya tiene connotaciones destructivas.
Enfrentarse a algo con una espada, aunque sea de luz, es energía de lucha.
Expulsar de un lugar a alguien, aunque sea en nombre de la luz, no sólo es invasivo sino que, además, es profundamente irrespetuoso.
Despreciar al que es oscuro genera separación y denota una gran ausencia de compasión.
Aunque nos cueste aceptarlo, en la oscuridad también hay luz. Pero no podremos verla si nos dejamos arrastrar por el miedo o el rechazo.
Es cierto que los seres a los que llamamos “oscuros” –estén encarnados o no– pueden hacer cosas horribles, pero también es cierto que nuestro desprecio puede potenciar su oscuridad. Y lo mismo sucede con la actitud de lucha. Si nos enfrentamos a ellos con la intención de eliminarlos, no sólo nos convertimos en oscuros nosotros mismos sino que, además, nos situamos en su terreno, involucrándonos en situaciones que generan cada vez más dolor y confusión.
Al mirar al otro como “oscuro”, una parte de mí se está sintiendo superior. Cuando creo que yo tengo la verdad y que el otro se equivoca, me estoy dejando llevar por el ego, que separa y critica, que juzga y condena al que es distinto a mí. ¿Es eso actuar desde la luz?
Yo creo que no. Creo que los seres humanos nos encontramos inmersos en la prueba de la integración desde hace mucho y que ésta es una de las más difíciles.
Ciertamente no resulta fácil ofrecer amor al que me daña. Sin embargo, tampoco es coherente declarar que se trabaja con la luz cuando uno trata a “la oscuridad” con oscuridad.
¿Qué hacer ante esta prueba? ¿Cómo superarla con honores cuando las costumbres adquiridas, los miedos y el enfoque nos incitan a despreciar y a protegernos, en vez de a integrar?
Integrar es aceptar que luz y oscuridad forman parte del Uno y que el fin de la lucha entre ambas se inicia cuando decidimos aprender a convivir.
De hecho convivimos, porque en esta realidad existe el bien y el mal, lo bonito y lo feo, el amor y el miedo. Pero convivimos sin querer convivir, oponiéndonos a lo que es. Despreciando la propia oscuridad, negándola. Atacando la oscuridad ajena para eliminarla.
Así luchamos constantemente contra algo que forma parte de nuestra realidad, generando cientos de situaciones de dolor.
Decimos a boca llena que la luz es más poderosa que la oscuridad, pero no la aplicamos cuando llega el momento. La luz es el amor, y el amor no separa, ni desprecia, ni lucha.
El amor respeta, reconoce e integra. Abraza, consuela, comprende. Ama. Es así como transforma al malo en bueno y al “oscuro” en luminoso.
Las barreras no se vencen con espadas y cañones. Puede que momentáneamente sí, pero es sólo cuestión de tiempo que se alcen nuevas barreras, mucho más altas y fuertes, en el mismo lugar. Porque la invasión provoca miedo, necesidad de protección, y la historia se convierte así en interminable.
Es incongruente afirmar que un chorro de luz acaba con la oscuridad cuando la luz nunca acabaría con nadie, y mucho menos contra su voluntad. La luz respeta la libertad de cada ser y su poder de decisión. No elimina, sino que integra: acepta, reconoce, ama.
Sí, resulta difícil para el ser humano amar al que le hiere, pero no imposible porque todos estamos dotados de luz. La llevamos en el corazón y sólo tenemos que dejar que el alma se exprese para que su perspectiva sea la que nos guíe a la hora de afrontar cualquier situación difícil.
El alma sabe cómo se hace, porque es pura luz, es amor, y el amor tiene muy bien aprendida la lección de la integración.
Alicia Sánchez Montalbán
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