Un labrador anciano tenía varios hijos jóvenes que se llevaban mal entre sí, peleaban constantemente.
Un día los congregó a todos y mando traer unas cuantas varas, las colocó todas juntas e hizo un haz con ellas, luego les preguntó cuál de ellos se atrevía a romperlo.
Uno tras otro todos se esforzaron por lograrlo, pero ninguno pudo conseguirlo.
Entonces el padre desató el haz y tomando las varas una a una les mostró cuán fácilmente se partían, y enseguida agregó:
-De esta manera, hijos míos, si estáis todos unidos nadie podrá venceros; pero si estáis divididos y enemistados el primero que quiera haceros mal lo logrará.
He sido testigo una y otra vez del precio alto que se paga por las divisiones en medio de la familia, la iglesia, la comunidad y las naciones. Las razones de nuestras discusiones a menudo son superficiales, y se vinculan a problemas de autoestima, resentimientos, falta de perdón y un claro egoísmo.
No se trata de perfección, sino de mejoramiento continuo, al menos un centímetro más cada día hacia la meta. La unidad en nuestro matrimonio, familia, amistades, y comunidad se logra muriendo un poco más cada día a nuestra naturaleza egoísta y acomplejada.
Esto aplica por igual a todos. Nadie está exento de caer en la trampa del egoísmo. El cambio no se da por osmosis, requiere decisión diaria y nuevos hábitos. La división es el fruto de la esclavitud a nuestras emociones. Pero la paz es el fruto de la humildad. Es tiempo de llevar esta verdad a nuestro corazón.
Ningún cambio empieza exteriormente. Si sabes que algo está mal, empieza por mirarte en un espejo ahora mismo y dile a quien se refleja ahí, "tú eres el que necesita cambiar. Nada cambiará hasta que tú cambies." Esto es un proceso, camina un paso a la vez y veras el fruto de paz que trae unidad.
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