Su infancia estaba recreada en imágenes estáticas con olor. La tiendita de la esquina le olía a cajas de cartón, a detergente en polvo, a polvo, a colchón tibio detrás del biombo, a olla hervida, a veneno para insectos, a jaula de pájaro y periódico.
Su escuela olía siempre a veinte capas de pintura, a pisos viejos de madera trapeados con petróleo, a polvo de gis y a lejía.
La casa de campo olía a mueble tapizado, a florecitas blancas con centro amarillo, a puertas de madera desencajadas, a servilletas bordadas, a escoba, a viento frío de montaña y a ceniza de carbón.
Y así como habían olores que le agradaban, existían también los punzantes. Desconfiaba de las mujeres que usaban perfumes en envases morados, con esencias que perforaban hasta el tálamo, odiaba el aliento alcohólico en los hombres así como el de ajo y cebolla. Le apasionaba viajar a donde fuera, pero el olor a gasolina del auto, del diesel en los camiones y los barcos, o del combustible de los aviones, siempre le revolvía las entrañas.
Hasta la fecha, no ha encontrado ese perfume que “huela a limpio”, a recién bañada. Un día, una amiga le dijo: “y por qué no nada más te bañas y ya!” Pero es que ese olor a limpio, su amiga no lo sabía, no era simple, era un hilvane de aromas sutiles, una alquimia de recuerdos que conjuntados, le recordaban esos instantes en los que había sido muy feliz.
“Busco algo que huela a felicidad”, le hubiera pedido a la vendedora de perfumes, pero ese, iba a ser un aroma imposible de atinar.
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