Para una vida feliz, haría falta un mundo feliz. Arduo parece
conciliar la vida interior con la exterior, salir abierto a la
incertidumbre que nos depara el mundo de las apariencias y de los otros
cuerpos extraños con que hemos de convivir. Ese ingeniero demiurgo que
creó y dio forma a la arcilla de nuestras almas, supo diseñar variadas
tipologías de sueños existenciales.
Es Epicuro uno de los filósofos que mejor supieron hablar de la
necesidad de una vida feliz, en esa tarea ateniense tan necesaria de
encontrar el agrado en lo que uno hace, que -sin duda- pasa por el
anhelo de la búsqueda de la sabiduría. Nos dirá: “Busca la sabiduría:
beberás de una fuente inagotable para la salud del alma”. Y no importará
ser viejo o joven para emprender ese trayecto vital, pues el alma no
tiene edad, es inmutable, eternamente pura.
El mundo externo es una fuente inagotable de sabiduría, solamente hay
que escuchar lo que nos dice el arte, esa mirada estética que primero
se carga de emociones y sensaciones para seguidamente devolvernos una
enseñanza inolvidable acerca del mundo y de nosotros mismos. Un libro,
un anfiteatro desolado, un cuadro sublime, una improvisación de
Coltrane, filosofar a la luz de una vela amistosa o el solo silencio de
un paisaje virginal, nos pueden hacer sentir la felicidad del instante,
la verdadera esencia de la felicidad, esa que llega espontánea tocando
nuestra alma con un cálido viento de armonía sutil y comprensiva.
“No temas a la muerte y no temerás a la vida”. Parece que hay máximas
que curan el alma con su ráfaga de sabiduría, aunque a veces uno siente
cierta ansiedad vehemente cuando las lleva a la práctica, pues tendemos
a interrogar fatalmente a la realidad, dándole vueltas y vueltas hasta
que el abismo o la náusea comprimen nuestro hálito de vida. Las máximas
de Epicuro tienen esa fuerza iluminativa y a la vez abismal, ya que
trata de dar respuestas a cuestiones que nos tocan de lleno la llaga de
la razón.
En el siglo XXI, atender a la sabiduría de aquellos griegos
preocupados solamente por conocerse a sí mismos nos parece algo así como
escalar el Everest sin comida ni abrigo. Uno se acostumbra a la
filosofía de la supervivencia, esa que, precisamente no te permite
filosofar, sino únicamente sobrevivir. Uno se acostumbra al tedio del
cotidiano devenir hacia la búsqueda de un mañana seguro, que nos
resguarde del frío de la incertidumbre económica, laboral, social… Pero
la incertidumbre existencial queda bien cerrada en la caja fuerte del
paso del tiempo, dejándonos viento a la deriva, en la vasta encrucijada
de ir caminando sin nuestro verdadero carné de identidad, con ese miedo
tan racional de saber que un día, quizá no tan lejano, vendrá la muerte y
nos pedirá explicaciones. No saber qué decir entonces resultará
terrible, pues reconoceremos que viajamos baldíamente por el terreno de
lo posible, pero ajenos a esa posibilidad de comprender quiénes somos,
porqué estuvimos aquí y qué es realmente lo que venimos a hacer, más
allá de ganar dinero, tener una casa con jardín o llegar a fin de mes.
Algo que, sin duda, ya es memorable, sobre todo en estos días inciertos,
pero que a más de uno dejan con un vacío en la garganta anonadado, como
si la copa de vino que nos ofrecieron al comienzo de la cena se fuera
convirtiendo en agua templada e insípida.
“El recto conocimiento de nuestros deseos conduce a la felicidad”,
nos dirá el filósofo de Samos. La otra cara de la moneda se corresponde
con el continuo encubrimiento de los deseos, con la mirada hacia otro
lugar por miedo a que esos deseos nos sobrepasen, y, finalmente, hacia
la extrañeza total entre lo que uno hace y lo que uno siente, pues la
acción puso el velo de la apariencia del sentir del alma. La búsqueda
del placer (bien entendido) nos lleva a la felicidad, dirá Epicuro.
¿Cómo ser feliz si nuestras acciones son llevadas a cabo con
desagrado, si nuestros objetivos vitales no tienen una finalidad de
honesta satisfacción vivencial? “Vivir y morir bien son una idéntica
cosa para el sabio, para el hombre feliz”. Epicuro tenía mucha razón,
morir bien todas las noches, al irnos a dormir, nos hace despertar
alegres, con la fuerza necesaria para volver a comenzar el camino del
encuentro con la felicidad. Esperemos que esa inocencia renazca siempre y
no se pierda nunca, por el bien de nosotros mismos.
José Manuel Martínez Sánchez
(Hacia el Despertar Espiritual)
No hay comentarios.:
Publicar un comentario