Un viejo lama gustaba de sentarse a meditar sobre una
gran roca plana frente a un plácido estanque.
Sin embargo, cada vez que comenzaba con gran energía sus plegarias y
devociones, tan pronto cruzaba las piernas y se asentaba, veía a un insecto
luchando desesperadamente en el agua.
Una y otra vez levantaba su vetusto cuerpo y ponía a salvo a la pequeña
criatura antes de sentarse de nuevo sobre la roca. De esa manera transcurrían sus meditaciones
día tras día.
Sus hermanos monjes, dedicados meditadores quienes
también iban cada día a sentarse en soledad en los rocosos desfiladeros y
cuevas de aquella desolada región, acabaron por darse cuenta de que el viejo
lama apenas lograba sentarse, más bien se pasaba sus sesiones de meditación
rescatando insectos del agua. Si bien
era cierto que resultaba loable salvar la vida de un indefenso ser vivo de
cualquier tipo, grande o pequeño, los monjes en ocasiones se preguntaban si las
meditaciones de aquel anciano monje no progresarían mucho más si se sentara en
otra parte, lejos de tales distracciones.
Finalmente un día le expresaron su preocupación.
"¿No sería de mayor beneficio sentarse en otro lugar
y meditar profundamente, sin perturbación alguna todo el día. De esa manera podrías alcanzar rápidamente la
iluminación perfecta y así liberar a todos los seres del océano de la
existencia condicionada?" le preguntó uno de ellos al anciano.
"Tal vez podrías simplemente meditar junto al
estanque con los ojos cerrados" sugirió otro.
"¿Cómo cultivar una tranquilidad perfecta y una
concentración profunda, como un diariamente, si te la pasas levantándote y
sentándote cien veces en cada sesión de meditación'" le inquirió un joven
y erudito monje, envalentonado por las preguntas más prudentes de sus
compañeros mayores. Y así continuaron.
El venerable monje los escuchó con atención, sin
responder nada. Cuando todos hubieron
hablado, se inclinó respetuosamente ante ellos y les dijo. "Estoy seguro
que mis meditaciones serían más profundas y fructíferas si permaneciera inmóvil
todo el día, como ustedes afirman, hermanos.
Pero, ¿cómo puede una persona vieja e insignificante como yo, que ha
prometido una y otra vez dar esta vida, y todas sus vidas, a servir y a liberar
a los demás, estar simplemente sentado con los ojos cerrados y con un corazón
endurecido, haciendo plegarias y entonando el mantra altruista de la Gran
Compasión, mientras que justo frente a mis ojos se ahogan criaturas
indefensas?"
A esa simple y humilde pregunta no fue capaz de responder
ni uno de aquellos monjes.
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