Una vez, en una pequeña aldea de la Europa oriental, vivía un hombre rico que nunca daba limosna a los pobres ni a ninguna obra de caridad de ningún tipo. La gente de aquellos lugares nunca lo llamaba por su nombre. Todos lo conocían como “el avaro”. Si un mendigo llegaba a la puerta de ese hombre rico, el avaro siempre le preguntaba de dónde era.
- No puedes venir de ningún lugar por aquí cerca –decía-. ¡A nadie se le ocurre en este pueblo pedirme dinero!
En la misma aldea, vivía un zapatero pobre. Era un hombre sumamente generoso. No despedía de su puerta a nadie que tuviera necesidad. Daba a todo mendigo que veía y a toda buena causa. Siempre que la calamidad caía sobre una familia, fuera una enfermedad o un accidente, el zapatero estaba dispuesto a ayudar. “Sólo un poquito –decía-, para que salgas del apuro”.
Un día, el avaro murió. Todos tienen que morir, tarde o temprano. Hoy se va alguien; mañana se irá otro. Un día soy yo, al siguiente eres tú. Todos tenemos que vaciar este mundo para que otras almas puedan nacer en el planeta. Cuando el avaro murió, no fue lamentado. Nadie siguió su féretro hacia su lugar de reposo final. Nadie oró por él. De hecho, los ancianos del pueblo decidieron enterrarlo en el último rincón del cementerio, puesto que se había preocupado muy poco por los demás y por su bienestar.
Al pasar los días, el rabino de ese pueblo empezó a oír noticias inquietantes sobre el zapatero.
- Ya no parece importarle la gente –decían-. No le da un centavo a nadie. Se niega a dar para cualquier caridad y a todo mendigo que llega a su puerta, por muy respetable que sea o mucha hambre que tenga.
- ¿Alguien le ha preguntado al zapatero sobre esto? –inquirió el rabino.
- Sí –repuso un hombre-. Dice que necesita todo su dinero para sí mismo.
Era muy raro. El rabino decidió llamar al zapatero y pedirle una explicación.
- ¿Pasa algo malo? ¿qué cambió tu corazón?
El zapatero vaciló y, después de una larga pausa, empezó a hablar.
- Hace muchos años, el hombre a quien llamaban el avaro llegó a mí con una gran suma de dinero. Me pidió que lo diera en caridad. Me hizo prometer no revelar nunca su nombre ni nuestro arreglo, mientras él viviera. Y puesto que me pagaba un pequeño salario por el servicio, acepté. Una vez al mes, me visitaba tarde en la noche y me entregaba el dinero para dar. Y si yo no distribuía hasta el último centavo, la siguiente vez que venía estaba muy disgustado. Yo llegué a ser conocido como un gran benefactor, aunque nunca gasté un centavo de mi propio dinero. Francamente, me sorprende que nadie me preguntara antes por esto. ¿Cómo podía un zapatero haber dado tanto dinero como di todos estos años?
El rabino llamó a los aldeanos y les contó la historia.
- El avaro vivía según las escrituras, guardando su caridad en secreto –dijo el rabino-. No pedía nada a cambio. No quería nada para sí mismo. Esto es signo de un corazón humilde.
La aldea entera caminó hacia el cementerio ese día y oró junto a la tosca y descuidada tumba. Después de que habían recitado las plegarias para los muertos, el rabino habló con una voz temblorosa:
- Cuando yo muera, les pido sólo una cosa. Por favor entiérrenme aquí, junto al hombre humilde conocido como el avaro.
Uno de los signos de humildad es éste: ni buscar ni esperar crédito por tus acciones. La mayoría de la gente realiza la cuarta parte de una buena acción y quiere que todo el mundo lo sepa.
La humildad es un logro raro. Aun hacer el esfuerzo es una labor de amor. A veces puedes sentir que el corazón te sangra. En otras ocasiones, sientes que tu corazón se ha secado tanto, que no experimentas nada. En otros momentos, sientes que tu corazón se eleva, volando de dicha. La humildad tiene todos estos sabores diferentes. Tu corazón puede pasar por muy distintos humores y experiencias, pero tú no te detienes allí. Examinas tus pensamientos, tu habla, tus acciones. Un corazón vuelto vulnerable por la humildad obtiene la valentía de Dios. Se vuelve sólido. Pierde sus emociones caprichosas y queda establecido en la Verdad: el amor de Dios.
Swami Chidvilasananda
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