Y le presentaron unos niños para que pusiera sus manos sobre ellos, pero los discípulos comenzaron a refunfuñar. Viéndolo Jesús, se enojó y les dijo:
«Dejad que los niños vengan a Mí y no los estorbéis, porque de ellos es el Reino de Dios. En verdad os digo, quien no reciba el Reino de Dios como un niño no entrará en él». (Mt 10,13-15)
* *
Yo amo a los niños, dice Dios, y quiero que os parezcáis a ellos.
No me gustan los viejos, dice Dios, a no ser que sean niños todavía.
Y en mi reino no quiero más que niños, eso está decretado desde siempre.
Niños cheposos, niños retorcidos, niños arrugaditos, niños de barba blanca, todas las clases de niños que queráis, pero niños, sólo niños.
Y no hay que darle vueltas. Eso está decidido.
No tengo sitio para los mayores.
Yo amo a los niños, dice Dios, porque en ellos mi imagen no ha sido adulterada, ellos no han falseado mi semejanza, son nuevos, son puros, sin borrón, sin escoria.
Por eso cuando Yo me inclino sobre ellos dulcemente es como si me estuviera mirando en un espejo.
Amo a los niños porque aún están haciéndose, porque están aún formándose, van de camino, caminan.
Pero con los mayores, dice Dios, con los mayores ya no hay nada que hacer, ya no crecerán más, ni una gota, ni un palmo, ¡basta!, ¡patlaf!, se han estancado.
Es horrible, dice Dios, los mayores creen que ya han llegado.
A los niños grandes, dice Dios, sí los amo, aún están luchando, aún cometen pecados.
Bueno, a ver si me entendéis, no es que los ame porque los cometan, dice Dios, es porque saben que los cometen y se esfuerzan en no cometer más.
Pero a los «hombres serios», dice Dios, ¿cómo voy a amarlos?
Nunca hicieron mal a nadie, no tienen nada de qué arrepentirse, no puedo perdonarles nada, no tienen nada de que pedir perdón.
Es descorazonador, dice Dios. Descorazona porque no es verdad.
Pero sobre todo, dice Dios, sobre todo, los pequeños me gustan por sus ojos.
Es ahí donde Yo leo su edad.
Y en mi cielo — veréis — no habrá más que ojos de cinco años de edad. Porque yo no conozco cosa más bonita que una mirada inocente de niño.
Y no es extraño, dice Dios, porque Yo habito en ellos, y soy -Yo quien se asoma a las ventanas de sus almas.
Cuando en la vida os encontréis una mirada pura, soy Yo quien os sonríe a través de la materia.
En cambio, dice Dios, no hay cosa más horrible que unos ojos marchitos en un cuerpo de niño.
Las ventanas están abiertas y la casa vacía.
Quedan dos cuevas negras, pero dentro no hay luz.
Tienen pupilas, pero huyó la mirada.
Y Yo, triste, a la puerta, tengo frío, y espero, y golpeo, y me pongo nervioso por entrar.
Y el de dentro está solo: el niño.
Se endurece, se seca, se marchita, envejece.
¡Pobrecito!, dice Dios.
¡Aleluya, aleluya!, dice Dios. ¡Abríos bien, los viejos!
Es vuestro Dios, el siempre Resucitado, quien va a resucitar en vosotros al niño.
Daos prisa, es la ocasión, moveos. Estoy dispuesto a devolveros un hermoso rostro de niño, una hermosa mirada de niño.
Porque Yo amo a los niños, dice Dios, y quiero que os parezcáis a ellos.
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